0 | Autor/a: Leante, Luis
El
coche fue alcanzando más velocidad y empezó una aventura que jamás pensé
que viviría a mis quince años. Cuando vas a cien kilómetros por
hora dentro de un coche, sientes que lo que se mueve es el mundo de
ahí fuera y no tú. Pero, cuando vas a ciento veinte y no llevas cristales
porque alguien ha reventado de un disparo las dos lunetas, te sientes como
si te hubieras lanzado en paracaídas desde la estratosfera sin botellas de
oxígeno. No es vértigo, ni mareo, ni pánico, ni dolor, es todo eso a la
vez multiplicado por mil. No sabría decirte la velocidad a la que
íbamos, pero te aseguro que me pareció que estábamos a punto de
superar la barrera del sonido. El aire travesaba el vehículo
como un huracán. Por un momento temí que la fuerza del vendaval me
levantara del asiento y me lanzara por el hueco de la luna trasera. «Acuérdate, cuando se huye,
no hay que mirar atrás», me había dicho Héctor.
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